“14. Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión.
15. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.”
Hebreos 4:14-15
En estos versículos que leemos hoy, el escritor de la carta a los Hebreos, nos enseña acerca de lo que logró Jesús con su muerte en la cruz del calvario, cumpliendo con su vida, su muerte, y su resurrección, lo que Dios había diseñado y establecido desde antes de la fundación del mundo (1 Pedro 1:20), y que le enseñó a Moisés cuando estaban en el desierto, cuando le dijo que construyera un tabernáculo de acuerdo al diseño que Él le mostró, por lo tanto toda la estadía de Jesús entre nosotros, ya estaba establecida desde antes, y Jesús vino a cumplir el propósito diseñado por Dios para salvarnos del juicio dictaminado por Dios, y de la muerte eterna. En lo que conocemos como la ley mosaica, estaba establecido que el sumo sacerdote entraba al lugar santísimo una vez al año, llevando la sangre de un cordero sin mancha que era sacrificado, para que Dios perdonara los pecados del pueblo. Esto debía hacerse cada año.
Pero, los versículos que leemos hoy, nos aclaran lo que Jesús hizo, pues, al resucitar se presenta delante del Padre, llevando las muestras de su propia sangre, que había sido vertida para el perdón de nuestros pecados, por lo cual, Jesús es revelado como el único y gran sumo sacerdote, que intercede por nosotros con su propia sangre derramada, cuyo sacrificio es aceptado por Dios y, si creemos en Él, nos limpia, nos santifica, y nos salva, dándonos su vida eterna. Vale la pena creer en este gran sumo sacerdote eterno.
Pr. Herman Gajardo P.
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